en movimiento 2005

Galería Marita Segovia. Madrid

Creo que lo bello no es una sustancia en sí,
sino tan solo un dibujo de sombras,
un juego de claroscuros producido
por la yuxtaposición de diferentes sustancias.
Tanizaki. Elogio de la sombra

Collage de hilos y resina sobre Foto pegada a DM

Pintura acrilica , hilos de algodón y resina a DM

  • Creo que lo bello no es una sustancia en sí,

    sino tan solo un dibujo de sombras,

    un juego de claroscuros producido

    por la yuxtaposición de diferentes sustancias.

    Tanizaki. Elogio de la sombra

    Piénsalo, ¿por qué el hecho de pintar hace pintura incluso con lo que le es ajeno? ¿qué voracidad lleva al artista a convertir la superficie de la tela o del papel en un ser omnívoro, ávido, glotón incluso?

    En el caso de Mercedes Lara, la fotografía –de lugares inidentificables, salvo por la artista misma, pero que incluyen, persistentemente, sinuosidades y flameos, focos deslumbrantes y cierta subestructura geométrica– es el soporte o sustentáculo de la pintura; que se extiende sobre la superficie emulsionada como un segundo baño, que ni corrige ni acentúa la imagen irreconocible, sino que construye una nueva película, un fino y delicado tegumento, que la tensa o la anima; y ésta, a su vez, se somete a una disciplinada y estricta trabazón de hilos que, cual Penélope ensimismada, ayuna de la necesidad de Ulises ninguno que interrumpa su labor, la artista constituye en primera faz de la visión.

    El resultado final cabría incluirlo entre los continuadores contemporáneos de la técnica collage y de la abstracción, los dos principios más profundamente renovadores de las artes plásticas surgidos del siglo pasado. La concepción y el trabajo que nos ocupan se agrupa entre los que podemos denominar collages plásticos o formales, aquellos que, por claridad y vacío más se aproximan a lo abstracto, y rehuyen, con mayor énfasis, lo narrativo y literario, en cuyo seno los materiales hilan palabras de una frase más o menos inteligible.

    Curiosamente, en su arranque, el collage fue más un derivado de la escultura que del acto de pintar. Las esculturas de papel de George Braque, que fueron fuente primero, de los papier collés y, posteriormente, de la adhesión del objeto, físico, real y existente, a la tela.

    Los orígenes y primeros pasos escultóricos de Mercedes Lara, con una, entonces, explícita inclinación por la figura y su ubicación en el entorno inmediato, señalan las bases de su voluntad actual, que es más de anfitrión que de huésped del espacio expositivo.

    Su idea de esta muestra, como de otras precedentes, conjuga la individualidad de las piezas –cuya singularidad surge, a veces, y paradójicamente, de una comedida serialización– con su disponibilidad para activar y modificar las salas en las que se exponen. Pintura e instalación acuerdan un modo de mirar y de estar, que veta la inmovilidad, tanto sea esta física como, más hondamente, imaginaria.

    Más que acaparar el lugar o que ocuparlo, más que colmarlo o apropiárselo, la pintora –e insisto ahora en esta consideración diferencial con la escultura, porque de ella deriva la singular apropiación de una técnica concreta para una instrumentalización diferente–, dispone sus obras de acuerdo a un tránsito y deambular, que es, tanto un caminar por la propia galería, al encuentro con lo inesperado, como más venturosa y aventuradamente, emprender un periplo por un medio fabuloso, pletórico de vida.

    En cierto sentido, Mercedes Lara ha hecho de los elementos pictóricos –dibujo, color, veladuras, etc–, herramientas iconográficas. De modo tal, que el fondo, informe, magmático, titilante…, actúa como artefacto natural o falso paisaje. El horizonte responde, sin sobresaltos, al pulso, pausado o rebosante, de la pintora. Ya dijo Saitõ Ryoku que, «el refinamiento es frío.» Y coagula, condensa o cristaliza –vítreo o pastoso, volátil y ligero–, ingredientes que devienen formas sin figura.

    Éste ámbito abierto, así creado, tanto puede interpretarse como árboles en crecimiento detenido, o como fantasías lacustres, una fascinación por las aguas y lo acuoso: las diagonales de la lluvia en caída, el pululante tumulto que se agita, submarino, bajo la túnica del mar y los océanos… Un biombo para una intimidad con lo telúrico, que es haz y envés de una sola mirada.

    Hay hilos que conforman un aparejo, tejido cual abrevadero linfático. Como si, brutal e inesperadamente, el esqueleto de la pintura asomase al exterior. La pulpa de los dedos puede deslizarse por cima de ese sistema de irrigación intestino que emerge y anuncia el semejante y circulatorio de la propia pintura.

    Esa densa espesura de silencio que alberga el aire en sombra del toko no ma japonés, del que nos habla Tanizaki en su Elogio de la sombra, encuentra aquí la adecuada imprecisión de lo indeciso, pues, tras cada gota de pigmento, alienta un pábilo de luz. Hay un universo luminoso, que refulge o parpadea tras la tersa consistencia de la urdimbre, cómo si ésta fuese red o jaula cuya malla desborda color.

    Ante el fondo, rígidas u ondulantes, se superponen contrarrayas intermitentes de un blanco doméstico o casero que, por contraste, resulta sino incoloro, si despojado de esa abundancia cromática, casi nutriente, sobre la que se asienta y traza lindes, direcciones o fronteras.

    Yuxtapuesto a lo informe y magmático, el número, sucesiones de cifras que actúan como cotas, topometrías de los sentimientos sobrevenidos en la contemplación.

    Se mantiene ininterrumpido un diálogo entre lo confuso y nutricio, aquello que remite al aparente caos donde germina la vida, y el diseño de la razón, que oscila entre la certeza sin fin de su organigrama y secuencia intelectuales, y su convicción, semejante y hermana, de que únicamente en el azaroso abrazo de los contrarios parpadea la plenitud de los sentidos.

    Mariano Navarro.

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